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domingo, 28 de noviembre de 2010

Un añito más

Su rostro contemplaba los dibujitos en el fuego de la vela en esa tortita pequeña. Y sólo con un desvío de mirada ella miraba con su rostro inocente a los niños de su edad, alrededor de ella esperando a que se reparta la pequeña torita. Y al terminar la canción de honor a la cumpleañera los muchachos con entusiasmo hicieron la colita desordenada al frente de la mesa. Mientras la cumpleañera repartía su torta a sus amiguitos, ella se quedó sin un pedazo alguno.

Al irse los niños, la niña sonrió cansada mientras se quedaba dormida. Su padre la acomodó en el colchón del cuarto. Al abrir sus ojitos la niñita notó el yanto sigiloso de su padre. Y como hija preocupada se levantó cansada y abrazó a su padrecito, y con esa vocecita sencilla le agradeció a Dios por el regalo más grande que ella nunca pidió: su padre. El hombre con barba mal afeitada, la abrazó como cuando su esposa los abandonó y le repitió esas palabras que le dijo antes. Él no dejaba de abrazar a su bebé ni de acariciarla con su poca ternura. Sus manos ásperas rozaban el rostro de la niña, y ésta se echaba en su pecho. El padre cogió a su niña y la echó, otra vez, en el colchón. La tapo con una mantita. Y lloraba en silencio mientras veía a su hija durmiendo sin haber comido algo.

Salió corriendo sin parar. Asesinó a un hombre quitándole todo lo valioso. Con el dinero en la billetera consiguió una tortita pequeña. La llevó a casa y despertó a Anita.

-Gracias papito.

-Come hijita, come…

Sonrió cansado, culpable; y la niña sonreía alegre y satisfecha.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Nunca me quisiste

Cerré los ojos y estuve muerto por dos segundos.


Abrí los ojos y desperté en un sueño que me llevaba de un lugar a otro. Mis manos temblaban y mi cuerpo se ponía tieso y frío. ¿Había muerto? Saqué de mi bolcillo la canica de vidrio que mi hermano me había obsequiado la noche de navidad. Lo miraba mientras el vidrio se derretía en mi mano. Se notaba un pequeño grumo, era una piedrecita. Lo cogí y desapareció. Cerré los ojos y los abrí en poco tiempo. Me hallaba en un árbol de navidad al costado de mi cama, con un pequeño regalo mal envuelto. Lo agarré con las dos manos. Era un muñeco de acción con cuerpo bien definido y ejercitado. Comencé a jugar sin moverme de la cama. Quise pararme cuando me di cuenta que mis piernas habían desaparecido, que no volvería a caminar. Abracé la almohada y cerré mis ojos. Al abrirlos estaba parado en medio de un desierto. Las nubes eran pocas y el sol quemaba cada vez más. Omití esa ilusión, cerré los ojos. Los abrí y estaba en mi cuarto con mi hermana mayor. La abracé y ella no se movía. “Suéltame… Nunca te quise” dijo. Lágrimas salían de mí. “No eres nada. Ya no necesitas despertar. Quédate durmiendo.” prosiguió. Cerré mis ojos y los abrí, mi hermana seguía ahí mirándome. “No volveré a despertar, hermanita. Solo quiero que sepas que yo sí te quiero.” Cerré los ojos.

-Hicimos lo que pudimos. Pero fue como si él no se hubiese querido despertar.
-¿Qué?... Quiero ver a mi hermano, hermanoo…
-Tranquilícese señorita. Hay más pacientes aquí. ¡Tranquila!
-Usted no entiende Doctor-seguía gritando.
-¡Tranquila!

Comenzó a llorar.

-Nunca lo quise. Pero me hará falta porque era lo único que tenía.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Manchas de sangre

Karen llegó a mi casa con su sonrisita reluciente en pleno luz del día. La recibí en la puerta como era mi costumbre. La saludé con un besito en sus labios, y le agarré la mano mientras la miraba fijamente a los ojos. No podemos entrar nena, dije. ¿Por qué? Cuestionó. La casa está vacía, y tú sabes que no es una buena idea estar solos, contesté. Frunció el ceño y cerró los ojos despacio.


-Entiendo, amor.
-Gracias.

Junté la puerta y nos sentamos en el suelo. Cogió mi brazo y lo apretó fuerte. Llevaba una cartera elegante de color morado que combinaba con su pantalón.

-¿Qué llevas en la cartera?-pregunté.
-Algo que quiero hacer contigo… Pero lo malo es que no lo podemos hacer aquí afuera.
-Y qué es-traté de abrirlo y ella cogió mi brazo fuerte.
-No lo toques. No quiero que lo saques aquí.

Cogí la cartera.

-¿Qué haces?
-Me lo llevo adentro para ver qué es.
-Si entra la cartera entro yo.
-Vale, entra.

Cerré la puerta ya adentro y llegamos a la sala donde nos sentamos en el sillón más grande. Me miró y me preguntó: ¿Cuánto me quiere? La miré sorprendido. Pues, mucho y tú lo sabes. Pareció convencida, abrió su cartera. No alcanzaba a ver qué era. Saco un objeto largo con un mango de plástico y grueso. Brillaba por la luz de la sala y por lo nueva que estaba. Observé, me asusté. ¿Qué haces con eso, Karen? Se quedó callada. Agarró el objeto y pasó su lengua por él. Lo cogió con las dos manos y me dijo: Hay que hacerlo antes que venga tu mamá.
Llevábamos dos semanas planificándolo, pero nunca pudimos concluir cuándo. Hace tres semanas éramos una de las parejas más amorosas. Pero, sin embargo, queríamos que esto pasé. Nadie nos quería. Nuestros padres nos botaban como excremento a la calle y siempre nos decían que no volviéramos a casa. No servíamos para nada nos decían en la escuela. Muéranse hijos de puta, nos gritaban. Nunca debí acortarme con tu puta madre, nos decía nuestro padres. Solo nos teníamos uno al otro y el amor que sentíamos nos conectaba con el mundo. Debíamos hacerlo, iba a doler pero nos iba a excitar. Cogí el cuchillo con la sangre de Karen, he hice lo mismo. Ella continuaba con su muñeca. El sabor de nuestra sangre junta era algo especial. La muñeca de Karen era delgada, la sangre salía despacio. Continué con mi muñeca.

Sacó de su cartera dos pistolas. Me entregó una y ella cogió otra. En la cuenta de tres disparamos, amor. Vale. Metió su mano y sacó un papel. Que la mantuvo en su mano por un tiempo. Ya, es hora. Me señaló con la pistola y yo a ella. Me miró y me dio un beso. Se alejó. Uno. Miró su arma en mi cabeza. Dos. Me dijo que me amaba y yo a ella. Tres.

El sonido resonó en toda la casa. Había disparado pero ella no. La sangre en su cabeza surgía como agua. Mierda, mierda, qué pasó. Miré su arma. No había balas. Mierda, mierda. La abracé, su mano se había abierto y mostraba el papel. Para Gabriel. Hola Gabriel, sé que no quieres esto, así que solo puse una bala en tu arma. Espero me disculpes. Te amo. Lloré.

Abrieron la puerta.

-Hijo, ¿qué ha pasado?
-Nada mamá. Nada.

Cogí el cuchillo.

-Hijo, nooo….

El cuchillo se embarró de toda la sangre que pudo. Me arrodillé y di un grito.

-Nunca me quisiste.

Mi madre ya estaba muerta.

-Gracias, Karen.

Clavé el cuchillo en mi cuerpo y solté otro grito. Gracias, amor.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Ella.

Ella apareció de la nada una tarde. Se paró frente mío y me miró a los ojos. Se metió en mi caminó hacia casa y nunca más quiso irse. Siempre la veía por las tardes cuando salía de estudiar. Su hermosura de niña tranquila apaciguaba mis deseos de besarla.

Una noche, cuando todos dormían, me senté frente al teclado de la computadora, y comencé a describirla. Tecleaba con rapidez y firmeza. Al cabo de cinco minutos, sin descansar mis dedos, comencé a borrar cada palabra. Ni una descripción mía se acercaba a su hermosura.

La miraba cuando nos cruzábamos en el paradero, cuando subía al carro, cuando bajaba y se iba a su destino, su casa. Y siempre era lo mismo: La salida, al bus, al paradero de llegada, al callejón que guiaba a su casa.

Mi mundo era una persecución del amor platónico que sentía por ella. Era mi éxito de todos los días robarle una miradita.

Ahora me paro como perro sin hogar en el paradero donde ella baja. Agito la cola cuando baja del bus, saco la lengua al verla caminar, quiero saltar cuando se acerca. Y me asusta su sombra que siempre la guía.

¿Seré algún día algo para ella? O ella seguirá siendo mi amor inconcluso y yo seré, para ella, su amor incognito.