Tus días de gloria como joven corpulento de buena estatura y cuerpo atlético habían pasado hace mucho, sin embargo lo recordaban y sentías como si lo estuvieras viviendo recién; como si fueses joven.
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Con su mano atada a la tuya, se sentaban a ver el crepúsculo todas las tardes en las sillas mecedoras de madera que ya estaban viejas como tú. Nunca se te olvidó amar a tu mujer, incluso después de que su corazón se parase junto a la silla que ella movía. El dolor en su entierro fue desgarrador, me dijiste.
¿Será tu turno querido Albert? Nunca dejaste de asentir.
Yacía tu cuerpo vestido de elegantes telas. Olías a una especie de alcohol, a algo extraño, algo que ya habías olido antes. No recordabas. Tu cama se movía. ¿Cuánto tiempo habías pasado pensando? Te inquietaba el movimiento de tu cama, pero no se sentía como en casa. Abriste los ojos y no viste nada, todo estaba oscuro como en las noches que solías conversar con Silvia, después de su muerte. Estabas tranquilo. Escuchaste que tus hijos lloraban y oías que llovía tan cerca. Moviste el cuerpo para levantarte. Algo impedía que te movieras. Estabas aprisionado, desesperado. Te diste cuenta que era una caja de madera, y por el diseño viste que era tu caja que compraste meses atrás con tus hijos. Desesperaste mientras la tierra aumentaba en tu encima. Golpeaste una y otra vez con todas tus fuerzas, pero tu débil cuerpo ya no era atlético. Ya no eras nada. Maldijiste. Llorabas. Tu llanto y el de tus hijos eran melodiosas canciones para un sepelio perfecto.