Sus ojos se distraían al tratar de mirarme. Ella no podía, no debía. Sus manos siempre ocupadas con el anzuelo y su presa, el papel. Escribía hasta que no hubiese notas en la pizarra, hasta que la profesora dejara de hablar. Y no volteaba a mirarme hasta que se despedía con una mueca y un movimiento suave de su mano. Luego desaparecía detrás de la puerta celeste y un mundo nos dividía.
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